De alternativas, heterodoxias, y otras disidencias.

jueves, 22 de julio de 2010

AGORAfilia y AGORAfobia (12): los otros perdedores.

Si el siglo IV suele presentarse –así lo hace la película ÁGORA- como nefasto para el agonizante paganismo, mucho más desastroso lo fue, en mi opinión, para un cristianismo que, todavía entonces, gozaba de una poliédrica y saludable variedad de cultos, cosmogonías, rituales, versiones y perversiones.

Con vesania, en algún caso acompañada de extrema violencia –como el linchamiento de Hipatia o la decapitación de Prisciliano-, se agudizó en este siglo la persecución sistemática de la heterodoxia, en nombre de una supuesta ortodoxia… que resultó ser bastante ortopédica, a juzgar por la rigidez de credos y movimientos con los que se empeñó en enderezar los caminos del Señor.

Y el caso es que, en principio, la cosa no pintaba nada mal para la libertad religiosa, con aquel progresista Edicto de Milán, que en 313 promulgaba:

"Habiendo advertido hace ya mucho tiempo que no debe ser cohibida la libertad de religión, sino que ha de permitirse al arbitrio y libertad de cada cual se ejercite en las cosas divinas conforme al parecer de su alma, hemos sancionado que, tanto todos los demás, cuanto los cristianos, conserven la fe y observancia de su secta y religión...Así, pues, hemos promulgado con saludable y rectísimo criterio esta nuestra voluntad, para que a ninguno se niegue en absoluto la licencia de seguir o elegir la observancia y religión cristiana. Antes bien sea lícito a cada uno dedicar su alma a aquella religión que estimare convenirle".

Tan bello…como efímero. En 325, ese gran manipulador que fue Constantino, se supo aliar con obispos cristianos que le igualaban en ambición para convocar el primer concilio ecuménico en Nicea. Allí parieron el famoso Símbolo o Credo, que dejaba bien claro que, en cuestiones de fe, al menos los llamados cristianos, no podían permitirse ninguna disidencia o formulación alternativa.

Desgraciadamente, las cosas se fueron poniendo cada vez más feas.

A punto he estado de volver a ensañarme con mi querido enemigo Cirilo de Alejandría, por un error en la cita que Antonio Piñero trae a colación, al respecto de la formación del canon neotestamentario, en su, a pesar de la errata, excelente libro ORÍGENES DEL CRISTIANISMO. Antecedentes y primeros pasos (Ediciones El Almendro, 1991). Los eruditos también se equivocan… Donde dice (p. 388): “Así, Cirilo de Alejandría en sus Catechetica...”, debe decir Cirilo de Jerusalén. Este otro Cirilo escribía lo siguiente en 347:


“Respecto al Nuevo Testamento, sólo hay cuatro evangelios, porque el resto tiene títulos falsos y son dañinos. Los maniqueos han compuesto también un evangelio con el nombre de Tomás, que, aunque impregnado de la fragancia del evangelio, aniquila a las almas de los simples. Debemos recibir también los Hechos de los doce Apóstoles, y, además, siete epístolas católicas: de Santiago, Pedro, Juan y Judas. Y como un sello sobre ellas la última obra de los discípulos, las catorce epístolas de Pablo. El resto ha de ser considerado de rango secundario. Otros libros no deben ser leídos en las iglesias, ni tampoco en privado tal como me habéis oído.”


El subrayado, en negrita, es mío. No deja de sorprenderme la exquisita perversión de este censor, que no tiene problemas en confesarnos que el evangelio de Tomás está “impregnado de la fragancia (euodía, lit. “buen olor”) del evangelio”…pero, aun así, lo condena.

Como es de suponer, a partir de este momento, tanto los creadores como los traductores, copiadores, lectores o poseedores de los textos de la biblioteca de Nag Hammadi –que incluyen al “buenoliente” evangelio de Tomás- no tenían nada claro que pudiesen seguir con sus lecturas y escrituras alternativas.

Para acabar con las dudas, veinte años más tarde, en 367, Atanasio de Alejandría, que tenía la costumbre de anunciar a sus fieles el comienzo de la Cuaresma y la fecha exacta de la Pascua, escribe su carta festal 39, para que sea leída en todo Egipto:

“Pero ya que nos hemos referido a los herejes como muertos, nos referiremos a nosotros como poseedores de las divinas escrituras para la salvación, y como me temo que no vaya a ser que, como escribió Pablo a los Corintios (II Cor 11,3), unos pocos de los puros en su simplicidad e ignorancia pueden ser engañados por la astucia de los hombres, en lo que resta, al tratar o toparse con otros que les guían, los llamados apócrifos, engañosos por la homonimia con los verdaderos libros, yo también escribo, a modo de recuerdo, como de los asuntos que están al corriente, influenciado por la necesidad y utilidad de la Iglesia.”

Y a continuación establece una lista del canon de “divinas escrituras”, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

A estas alturas, nuestros monjes pacomianos de Kenoboskion, al recibir la carta festal del aguafiestas de Atanasio, seguro que empezaron a pensar en deshacerse del material subversivo de esos textos que hoy, gracias al hallazgo fortuito, conforman la biblioteca de Nag Hammadi.

Trece años después, en 380, la cosa se puso francamente mal para todo heterodoxo o disidente en cuestiones de culto, sea cristiano, pagano…o mengano. Así de crudo lo ponía el Edicto de Tesalónica, supuestamente dictado por el emperador Teodosio:

«Queremos que todos los pueblos que son gobernados por la administración de nuestra clemencia profesen la religión que el divino apóstol Pedro dio a los romanos...Ordenamos que tengan el nombre de cristianos católicos quienes sigan esta norma, mientras que los demás los juzgamos dementes y locos sobre los que pesará la infamia de la herejía. Sus lugares de reunión no recibirán el nombre de iglesias y serán objeto, primero de la venganza divina, y después serán castigados por nuestra propia iniciativa que adoptaremos siguiendo la voluntad celestial.»

En ese mismo y fatídico año, en el concilio de Zaragoza, se condenaba al obispo gallego Prisciliano por cosas tan supuestamente peligrosas como leer textos apócrifos, celebrar la misa danzando en círculo en pleno campo, y atraer a su culto a demasiadas mujeres… Cinco años más tarde, sería decapitado en Tréveris, acusado, cómo no, de maleficium…Algunos autores tan poco sospechosos de frivolidad como Claudio Sánchez-Albornoz o Miguel de Unamuno sostienen que sus restos están sepultados en Compostela, y de ahí las peregrinaciones… Si non è vero, è bien trovato

El caso es que un año después, en 381, el concilio ecuménico de Constantinopla corrige y apuntala el Símbolo niceno o Credo. Parece que quisieran poner firme al personal y decir algo así como: “Tonterías, las justas”. Como dice el tango, ¡qué falta de respeto, qué atropello a la razón…y a la fe! A partir de ese momento parece que quedó bastante claro que ser cristiano era comulgar con esa unidimensional –y, por cierto, bastante incomprensible e indigesta- perversión del mensaje evangélico que se recitaba en el Credo.

Al año siguiente, en la más completa soledad monacal -si exceptuamos la austera compañía de algunos primitivos diccionarios de hebreo, arameo y griego-, San Jerónimo comenzaba la titánica labor de traducción de la Biblia al latín, que terminaría en 405 y sería conocida con el nombre de Vulgata, porque, supuestamente, era una vulgata editio, “edición para el pueblo”. Por cierto, que el nombre no deja de ser un sarcasmo, pues es bien sabido que el catolicismo nunca ha tenido el más mínimo interés en que el pueblo tenga acceso directo a las escrituras. Y si no, que se lo digan a Lutero, cuya principal reivindicación era poder traducir la Biblia a las lenguas vernáculas, para que cada cual leyese los textos sagrados sin intermediarios. Sea como fuere, la Vulgata se convirtió en el texto oficial de la Iglesia y así lo seguiría siendo hasta 1979.


Por estas fechas, San Agustín ya estaba dando guerra, combatiendo herejías y proponiendo algunas de las más audaces y peculiares concepciones teológicas y antropológicas –como llegar a decir que el mal existe para que seamos libres- que, mira tú por dónde, no sólo no le llevaron a ser condenado como hereje, sino que le elevaron a los altares de la santidad. Al final va a ser verdad que Dios escribe derecho con renglones torcidos

Pero la historia no fue igual de benévola con otros disidentes y heterodoxos. La última década del siglo se inicia en 391 con el ya citado Decreto teodosiano de prohibición de otros cultos, que llevó a la destrucción del Serapeo en Alejandría y que dejaba bien claro que “nadie irá a los santuarios, paseará por los templos, o elevará sus ojos a estatuas creadas por obra del hombre”.

Con tales credos, edictos y decretos, no es de extrañar que ese monje cristiano del monasterio que San Pacomio había fundado en Kenoboskion en 320, fuese a dar con sus huesos al desierto llevándose consigo, bien sellado en una vasija, ese tesoro que luego encontraría casualmente en 1945 Muhammad 'Ali al-Samman: la biblioteca de Nag Hammadi.

Malos tiempos para paganos, sí, pero también para cristianos heterodoxos…

Datos personales

Filósofo, poeta, y antropólogo un tanto misántropo