De alternativas, heterodoxias, y otras disidencias.

domingo, 29 de noviembre de 2009

AGORAfilia y AGORAfobia (5): Hipatia, matemática y mística

Consideremos ahora por qué estimo inadecuada la otra opinión generalizada sobre el tema de la película ÁGORA, es decir, por qué creo que no se trata de un conflicto entre razón y fe, entre ciencia y religión. En este, como en otros asuntos, la película se muestra ambigua. Por cierto, que a ello se debe el título que acompaña a estas digresiones, AGORAfilia y AGORA fobia: mi relación de amor/odio con un film excepcional en muchos sentidos –sobre todo los técnicos- y deficiente en algunos otros -sobre todo en las manipulaciones de los documentos que el guión se permite-. La película nos presenta, en principio, a una Hipatia dedicada, tanto en sus clases como en sus indagaciones particulares, casi exclusivamente a cuestiones matemático-astronómicas. De este modo, con una visión cronocéntrica que proyecta sobre el pasado nuestros esquemas actuales en torno a la ciencia, se nos presenta a una Hipatia inmersa en cuestiones estrictamente científicas y ajena totalmente a cuestiones de tipo espiritual. Vamos, que es una científica muy alejada de las especulaciones teológicas. Si eso es lo habitual en nuestros días, lo cierto es que tal divorcio entre ciencia y religión no se llevó a cabo hasta bien asentadas las ideas de la Ilustración. El mismísimo Newton no veía en el espacio y el tiempo absolutos otra cosa que la presencia perenne e ilimitada de Dios.

En la película se pasa por alto el hecho de que Hipatia era una filósofa neoplatónica. Tal vez más cercana al intelectualismo de Porfirio que a la teúrgia de Jamblico o de Proclo, pero en cualquier caso preocupada por cuestiones espirituales del más alto nivel. Según nos cuenta Porfirio, en su biografía de Plotino, el fundador del neoplatonismo experimentó hasta cuatro éxtasis místicos en su presencia. En su Historia de la ciencia y sus relaciones con la filosofía y la religión[1], Sir William Cecil Dampier lo expresa claramente: “El neoplatonismo y la primitiva teología cristiana crecieron juntas, reaccionando recíprocamente una sobre otra –en realidad, acusándose mutuamente de plagio-. El cristianismo, lo mismo que el neoplatonismo, está basado en el presupuesto fundamental de que la realidad última del universo es espíritu, y en la edad patrística adoptó la actitud suprarracional neoplatónica.” (DAMPIER 1997:94)

No podía ser de otro modo, cuando, desde Pitágoras y Platón la geometría y la astronomía no eran sino los vehículos más puros y adecuados para acercarse a las cuestiones divinas, algo así como el lenguaje de los dioses. Y así, sin duda, lo entendía Hipatia y lo trasmitía a sus discípulos, según da fe Sinesio cuando se refiere a sus enseñanzas como la “sagrada geometría” (hierâs geometrías) o la “divina geometría” (theía geometría) (carta 93). Precisamente es de las cartas de Sinesio de donde podemos extraer material suficiente para hacernos una idea de las enseñanzas de Hipatia. Así lo hace magistralmente María Dzielska en el libro citado. Baste con mencionar los significativos tratamientos que la filósofa recibe de su fiel discípulo Sinesio: “muy venerable filósofa, predilecta de la divinidad” (carta 5); “la auténtica maestra de los misterios de la filosofía” (carta 137); “esa sagrada mano que medió entre nosotros” (cara 133); “tu alma divinísima” (carta 10); “su divina voz” (carta 5)

Este vínculo clásico y habitual entre matemática y mística estuvo sin duda presente en la educación de Hipatia, pues su padre, el matemático Teón, era muy dado a los misterios y a las revelaciones de Hermes y de Orfeo. “Empapada en la tradición, la familia lee con toda seguridad la revelación de Hermes, los escritos teológicos órficos, diversos textos griegos de adivinación y manuales de astrología” (DZIELSKA 2006:90) Un poema astrológico que figura en el Corpus Hermeticum, entre los Extractos de Estobeo (XXIX), ha sido atribuido a Teón:

DE HERMES. [SOBRE EL DESTINO][2]

Siete astros errantes por todo el espacio describen su órbita en el umbral del Olimpo y la eternidad avanza por siempre entre ellos: la Luna luz de la noche, el sombrío Crono, el dulce Sol, la pafiana[3] con el lecho nupcial, el agresivo Ares, Hermes el de las bellas alas y Zeus protogenerador, de quien la naturaleza nació. Repartido está entre ellos el linaje humano y en nosotros habitan la Luna, Zeus, Ares, Afrodita, Crono, Helios y Hermes, pues del etéreo aliento aspiramos llanto, risa, cólera, generación, palabra, sueño y deseo. El llanto es Crono, la generación Zeus, la palabra Hermes, la ira Ares, el sueño Luna, el deseo la de Citerea[4] y la risa Helios, porque, en justicia, por él ríen toda inteligencia mortal y el ilimitado cosmos.

Al parecer, según los estudiosos del tema, tal interés por las ciencias ocultas era habitual entre los matemáticos alejandrinos (cf. G. Fowden y J.C. Haas, en DZIELSKA 2006: 89)

Matemática y mística irán de la mano al menos hasta Boecio (480-525), tal vez el último baluarte de tal espíritu de la antigua filosofía, que escribió compendios, comentarios y tratados inspirados en los griegos sobre las cuatro disciplinas matemáticas que enseñaban los pitagóricos -aritmética, geometría, astronomía y música-, a las que denominó quadrivium, y que sirvieron de base para la enseñanza en las escuelas monacales del Medioevo. Poco después de su muerte, por una orden de Justiniano en 529 se cierran las escuelas de filosofía de Atenas “en las que por aquél tiempo se enseñaba un neoplatonismo místico medio cristiano: con ello pretendía el emperador borrar, por una parte, los últimos vestigios de la enseñanza de la filosofía pagana, y, por otra, suprimir toda competencia con las escuelas cristianas oficiales.” (DAMPIER 1997:97)

Habrá que esperar al Renacimiento para reencontrar esos aires de divina geometría. En el siglo XV, el cardenal y filósofo Nicolás de Cusa, en De docta ignorantia, recordaba así esa tradición mística:

“De tal modo Boecio, el más ilustre de los romanos, sostenía que nadie que no se ejercitara profundamente en las matemáticas podría alcanzar la ciencia de las cosas divinas. ¿Acaso Pitágoras, el primer filósofo, tanto por el nombre como por los hechos, no puso en los números toda la investigación de la verdad?”[5]

Precisamente en ese primer libro de La docta ignorancia, Dios es presentado por Nicolás de Cusa como la plenitud a la que nada falta. Él es la coincidentia oppositorum, pues en Él coincide todo lo que fuera de Él es pensado como distinto por nuestro entendimiento. En el infinito los contrarios se concilian, como nos muestra la Geometría, pues la curva de una circunferencia de radio infinito puede pensarse como una recta:


“Así pues, si la línea curva tiene menos curvidad cuando la circunferencia sea de mayor círculo, la circunferencia del círculo máximo, mayor que la cual no puede haber otra, es mínimamente curva, por lo cual es máximamente recta.” (lib. I, cap. XIII)

El espíritu pitagórico del cusano influyó sin duda en Johannes Kepler, el responsable de dar cobertura matemática al heliocentrismo de Copérnico con sus famosas tres leyes sobre el movimiento de los planetas en sus órbitas elípticas. Sin embargo, suele olvidarse que su ocupación oficial eran los almanaques astrológicos, que estaba convencido de que Dios creó el mundo teniendo en mente a las armonías matemáticas, y que por ello la primera formulación de la tercera de sus famosas leyes aparece en un libro esotérico de 1619 que rezuma pitagorismo: Harmonices Mundi, Las Armonías del Mundo. Los pitagóricos habían logrado conjugar las cuatro divinas artes matemáticas –aritmética, geometría, música y astronomía- en una visión colosal y sublime: la música de las esferas. El razonamiento que les llevó hasta ello es, desde sus supuestos, impecable: todo movimiento armónico –vibración, diríamos hoy-, produce un sonido; el movimiento más perfecto es el circular; los astros se mueven con movimiento circular; luego los astros producen al moverse…un sonido perfecto. Se cuenta que a Pitágoras le objetaban: “¿y cómo es que no se escucha tan maravillosa sinfonía cósmica?” Y que él, al parecer, respondía: “porque hacemos demasiado ruido…” Amén. Parece ser que Kepler no se resignaba a sufrir este mundanal ruido y, ni corto ni perezoso, se aplicó al titánico proyecto de escribir algo así como la partitura de esa sinfonía cósmica, relacionando los poliedros perfectos o sólidos de Platón con determinadas escalas musicales y con los movimientos planetarios. Tan apoteósico como indescifrable. Para quien quiera adentrarse en los laberintos geométricos de la obra original ahí van unas muestras:

Aterrizando de nuevo en Alejandría, quiero aclarar por qué decía que el film de Amenabar se mostraba, a mi parecer, ambiguo a este respecto. Si bien, como he dicho al principio, se nos dibuja a una Hipatia aplicada con asepsia a la astronomía, sin contaminación aparente de especulaciones metafísicas, al final una escena, en mi opinión muy lograda, nos la muestra, a punto de morir -ahogada por piedad por su antiguo esclavo Davo- en actitud casi de éxtasis místico contemplando como la claraboya circular del templo en el que se halla -¿el Cesarión?-, vista desde el lado donde ella está situada....¡es una elipse! Y es que anteriormente se nos había sugerido que tal vez a Hipatia, experta en las secciones cónicas, se le habría ocurrido lo que siglos más tarde descubriría –no sin gran disgusto para sus pitagóricas creencias- el citado Johannes Kepler: que los planetas no se mueven en órbitas circulares, sino elípticas. La sugerencia del guión según la cual Hipatia habría hecho compatible su devoción pitagórica por el círculo con el nuevo hallazgo al darse cuenta de que la elipse no es más que un círculo visto en perspectiva, me parece magistral. Al menos al final se nos muestra un resquicio de la divina geometría de la que hablaba Sinesio…


[1] En Tecnos, Madrid, 1997

[2] Cito la traducción de Xavier Renau Nebot en Textos Herméticos, Gredos, Madrid, 1999; p. 417

[3] Se refiere a Afrodita, de quien se dice que nació en la ciudad chipriota de Pafos

[4] La isla jónica de Citera es otro de los lugares que se atribuyen el nacimiento de Afrodita

[5] Libro I, capítulo XI; página 49 de la edición en castellano de Aguilar, Madrid 1981

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Filósofo, poeta, y antropólogo un tanto misántropo